sábado, abril 02, 2011

El astrólogo





El astrólogo anotó en la tabla el resultado de su último cálculo y se levantó del escritorio.
No había querido realizar de inmediato la operación siguiente, por la que llevaba esperando veinte años. Por primera vez contaba con los siete mil  cálculos necesarios para comprobar su hipótesis y sabía que estaba a punto de conocer la respuesta definitiva a la pregunta central. Si la pieza que acababa de colocar en el rompecabezas coincidía, habría resuelto el enigma.

¿Qué pasaría si la fórmula era correcta? Cientos de noches en vela había imaginado lo que aquello podría significar. Se parecía a los descubrimientos de Kepler, pero era aún más dramático; podría decirse que ningún invento del hombre, ninguna revelación de la ciencia se acercaba en importancia y trascendencia a  la confirmación de su teoría. El eureka de Arquímedes sería una tímida y desabrida exclamación al lado de lo que millones de personas gritarían cuando cayeran en cuenta de que aquello era cierto. La prueba indiscutible, la evidencia palpable…

¿Y si no fuera así? Sabía ya, porque no había pensado en otra cosa durante los meses pasados, que no quedaba nada que pudiera agregar al desarrollo de su fórmula en caso de que la prueba no resultara. Tendría que cerrar sus libros y dedicarse a otra cosa. Miraría hacia atrás y se diría que había perseguido una ilusión, que su vida había sido desperdiciada en busca de una quimera…no sería el único, ni el primero, ni el último de los hombres que se enfrentara con aquella realidad. ¿Se mataría? También esa posibilidad había acosado sus insomnios muchas veces.

Como un enamorado que observa el sobre cerrado que contiene la carta definitiva de la mujer de sus sueños, o como el ladrón que contempla la caja fuerte que contiene el tesoro, el astrólogo miró en dirección al cuaderno abierto. Sólo tenía que hacer unas cuantas operaciones algebraicas para obtener el resultado. Ingresaría los datos en la calculadora con mucho cuidado, como el de quien teclea los números secretos de una cuenta bancaria, y sólo tendría que aplicar las cifras una por una, diez veces.

Otros habrían experimentado algo así cuando verificaron los resultados de una lotería, pensó. Sólo que la suya era la lotería total, absoluta. Si su número resultaba ganador habría abolido el azar.

¿Era locura? Sabía que la tendencia estaba allí, porque su carta natal era explícita. Todos podemos enloquecer en determinadas circunstancias, pero algunos tenemos más propensión que otros. Y sabía también que la locura consiste en creer que el poder proviene de uno mismo, cuando eso que llamamos “uno mismo” tampoco nos pertenece.

La fórmula estaba allí, si estaba, y si la ecuación se cumplía significaba que todo, absolutamente todo, era descifrable y manejable. Ninguna cosa que perteneciera al espacio y al tiempo quedaría fuera de las leyes que surgieran del enunciado, que sería tan simple como el de la ley de la gravitación de Newton; una gema perfecta, un fractal impecable y universal con el que se podría predecir el comportamiento de casi cualquier acontecimiento humano. ¿El poder de Dios? ¿Y qué pasaría si esa enseñanza cayera en manos de quienes buscaran poder para si mismos? ¿No sirvieron acaso los descubrimientos de Newton y de la Física posterior para fabricar la bomba atómica? ¿Era deseable un conocimiento de esa clase?

Recordó la sentencia: “el azar es el pseudónimo que la Providencia emplea cuando no cree conveniente estampar su firma”. La otra vertiente de abolir el azar era la de hacer evidente la acción divina. El descubrimiento sería la prueba irrefutable de que tal acción existía…pero que podía modificarse. “Seréis como dioses”… ¿Era aquello una invitación, o más bien una advertencia? Se dijo que el conocimiento siempre se había topado, en cada nueva etapa, con aquel dilema: saber o no saber. Había ocurrido con Galileo y con todos los demás innovadores. Saber era cosa del demonio. La genética había librado aquella batalla entre el deseo de saber y la resistencia a hacerlo. Toda nueva concepción se miraba con los ojos de Frankenstein.

Esa era sólo una de las cuestiones. Eran miles las consideraciones, miles las preguntas que el astrólogo se había planteado a lo largo de su búsqueda. En un momento tendría una respuesta que las respondería todas. O no.

Mientras preparaba un café y ponía a funcionar el aparato que le daba música a su pequeño y confuso laboratorio, intentó deshacerse por un instante de la multitud de pensamientos que acudían a su mente, estrellas casi infinitas de una galaxia que pretendían atraer su mirada (la de sus dos únicos ojos de mortal) en direcciones dispares. “Si no es una sola, no será ninguna” se dijo al encender el cigarrillo. Y recordó el koan zen: “eso no, eso no…”

El sabor y el aroma familiares del café tocaron algo en su alma y vino desde un lejano lugar el recuerdo de una pregunta hecha por un discípulo durante un curso:

- ¿Quiere decir que Dios armó un reloj, le dio cuerda y se fue…? -

En otras palabras, aquella pregunta equivalía a la de si el mecanismo era autosuficiente y si sus leyes eran inquebrantables, incluso para quien las había establecido. ¿Y la libertad? Ya no se trataba de la libertad de la criatura, sino de la del Creador…

Claro, siempre quedaba el recurso a los milagros.

Sólo que el sistema hablaba de un milagro permanente; de un milagro como ley universal.

Pero ¿Para qué seguir atormentándose con las mismas interrogantes? Bastaba hacer los cálculos y salir de una vez por todas de dudas.

Sí. Tal vez fuera ese el propósito central. Salir de dudas.
Pero  ¿Dependía de sus cálculos o de si mismo? ¿Podía acaso la fe convertirse en certeza a través de un razonamiento?

Su mirada recorría las estanterías de la biblioteca y se posó involuntariamente sobre los gruesos tomos de la Summa Teologica.

Sonrío.

En un rato, se dijo, llegaría su asistente.

Dejaría para él una nota indicándole las operaciones que debía realizar para resolver la ecuación y saldría a dar un paseo.

Si tenía suerte – es decir, si el azar seguía existiendo-  llegaría a tiempo al parque para asistir como espectador al ensayo de un grupo de jóvenes músicos que todas las mañanas se daban cita en el pequeño escenario junto al lago. Le gustaba escucharlos y observar sus adelantos. Más tarde, si todavía estaba allí, sentado en su banco con un libro, vería al otro grupo, el de los deportistas.

Y cuando el sol se acercara al cenit – transitaba por la constelación del león- sentiría hambre y se dirigiría al pequeño restaurante de costumbre en que todos los días – si uno sabía observar- ocurría algo nuevo que agregaba interés a lo que ya era una rutina de años.